- El desierto de los niños -

 

Asma. Nunca se me olvidará. Cuando me lo dijo no sabía que pensar, no sabía lo que quería decir. Ojos negros, piel caramelo. Ahora comprendo. Se llamaba Asma. La niña de Ouzina, una aldea perdida en medio del desierto. La niña de ojos brillantes, cegadores. Como un sol menguado. Asma. La que sonreía sin reír y quería sin querer. Te lo juro Asma, no te olvidaré.

 

Me considero afortunada, tal vez demasiado, por todo lo que tengo. Y es que con solo recordar sus ojos, sus risas, su necesidad… Sí, demasiado afortunada. De nada vale saber, tener, decir que conoces cuando en realidad no conoces nada. Porque de nada valen mis palabras por escrito, si solo son palabras. Hay que verlo, que vivirlo. Por eso doy las gracias al Desierto de los Niños, por abrirme los ojos y dejarme contemplar las maravillas escondidas de un mundo, para mí, desconocido. Una realidad a la que llamamos Marruecos. Una realidad, que, por suerte o por desgracia, es a menudo olvidada. Una realidad gracias a la que yo, una adolescente de catorce años, me siento más culta y, sobre todo, mejor persona

 

Surcamos las dunas en busca de poblados, aldeas, lugares donde depositar ilusión, nuestro grano de arena. Eso es lo que somos, un diminuto grano de arena en una playa desértica, una playa con necesidad de miles como nosotros. Pero la idea no nos flaquea. Nos refuerza. El saber que contribuimos a una causa infinitamente mayor de lo que podamos imaginar. El saber que, gracias a nosotros, niñas y niños como Asma gozan de un par de zapatillas, material escolar, un chaleco reflectante… el alpiste que mantiene a su pequeño pajarito con vida. El que canta cuando falta la voz, el que canta para oídos sordos, el que, en nuestra cultura, es conocido como fe, esperanza. Y es que sin el, muchos de ellos ya habrían sucumbido ante la desesperanza.

 

Desde el primer día hasta el último, la percepción de tu entorno cambia. Se va moldeando conforme vas conociendo los distintos paraderos, ciudades. Las distintas formas de vida. Marruecos te embauca, te hipnotiza, y te es imposible rechazarlo. Cuando los niños se te suben al coche para pedir y te ves obligado a denegarles tú ayuda porque si lo haces lo único que conseguirás es que vengan más y te quedes sin nada que poder ofrecer en las futuras paradas. En ese momento, cuando matas la chispita de emoción en el ojo de aquel ingenuo niño que te pide por necesidad, cuando sientes aquel pinchazo de angustia en el estómago sin razón alguna, ahí es cuando todo empieza. Cambias, reflexionas. Piensas en lo que estás haciendo y en lo que eso supone. Te planteas por primera vez lo que realmente implican tus vacaciones de verano. Ya no solo estás recorriendo el desierto en todo-terreno visitando aldeas y contribuyendo con tus bienes a su desarrollo, ahora también tú te ves obligado a implicarte personalmente. Ahora ya no eres un turista más que pasa por allí, ahora eres tú el que le das a él tu camiseta, que en su día te fue útil y que ahora regalas como muestra de cariño.

 

Adrenalina. La sientes presente en todos y cada uno de tus nervios. Recorre tu cuerpo en forma de escalofríos. Escalofríos refrescantes en un desierto a cuarenta grados. En un desierto abrasador, mortal. Y es que cuando sabes que te encuentras a tres ruedas en el borde de una duna, esa es la palabra que ocupa tu mente: mortal. Por lo menos en mi caso. En el caso de una persona que se encuentra en la parte de atrás de un todo terreno con posibilidad de volcar intentado hacer contrapeso. Aunque supongo que para otros aquella palabra sería diversión, acción o algo por el estilo. Sin ir más lejos, apostaría a que ese es el caso del conductor del vehículo; mi padre. Alguien al que el verbo conducir forma parte de su vida cotidiana. La misma situación, puntos de vista diferentes. Cuántas veces habrá ocurrido esto en el transcurso del viaje. Por ejemplo, en la escuela. En el momento en que colocas la gorra en la cabeza de aquel bebé, en el momento en proteges su frágil vista del sol dañino sobre vuestras cabezas, en ese momento, vuestras mentes están en horizontes opuestos. Tú, que consideras aquel acto como insignificante y él, al que aquello le parece estar en otro mundo. Misma situación, puntos de vista diferentes.

 

Las marcas son pequeñas, casi indetables, pero ahí están. Puede que a nosotros no nos llamen la atención, pero sí lo hacen a los que las conocen. Porque la tinta del aire en las dunas es, como muchas otras cosas en el desierto, un fenómeno difícil de apreciar. Hay que saber leerlas y reconocerlas, algo que desde la ventana de tu todo terreno resulta casi imposible. Llevas gafas de sol con protección alta, una gorra que te tapa la cara y el pelo mecido por el viento. Intentas averiguar si la siguiente duna se corta o sigue su curso, si estás lo suficientemente inclinado para coger inercia hasta la siguiente subida o si la canción que escuchas la grabaste en Febrero o en Abril. ¿Cómo vas a darte cuenta de en qué dirección van las marcas del viento o de que justo delante de ti hay un tramo de huellas de camello? No puedes. He ahí la importancia que tiene observar. Desde tu vehículo no lo ves, pero si te bajas y atiendes lo más mínimo a tu entorno te das cuenta de esto y mucho más. Caes en la cuenta de que a solo unos metros de donde te encuentras dos escarabajos pelean a muerte por sobrevivir. Logras distinguir entre los matojos de hierba de camello los restos del festín de alguien que, como tú, ha pasado por aquí. Consigues percatarte de las diferencias entre los tonos de una duna y otra que están prácticamente ligadas entre sí. Porque en Marruecos, lo más insignificante tiene una importancia inexplicable.

 

Con vosotros comparto algunas de mis experiencias vividas en Marruecos, lo que sentí, lo que descubrí, mis opiniones… pero como ya os he hecho saber, las palabras no son más que palabras. Con ellas puedo expresarme y explicarme. Nada más. No puedo transmitiros las emociones que he vivido ni las imágenes que acompañan a estas. Solo puedo describirlas lo mejor que sé. Por eso recomiendo El Desierto de los Niños enteramente, porque creo y espero que muchos de vosotros os animéis a comprobar de primera mano algunas de las cosas descritas en este relato y que, sin duda alguna, me acompañarán durante toda mi vida.

 

Carlota Hernández Hernández (14 años)

Inicio