V TRAVESÍA KOBE MOTOR

MARRUECOS

30-11 al 8-12 de 2007

 

CRÓNICA DE IRENE GONZÁLEZ

 

...:: HYUNDAI SANTA FE CON ALAS, SIN LÍMITES ::...

 

Cuando estaba trasteando en la Web de Fede para ver las fotos de la I Exposición de El Desierto de los Niños, la ventana de la V Travesía KOBE me llamó poderosamente la atención.

 

Uff! África me llamaba y sin pensarlo dos veces, me inscribí. No tenía coche, ni nevera, ni emisora, ni GPS, ni nada de nada, solo muchas ganas de hacer aquel viaje que aparecía en mi pantalla. Desde el verano que había estado en el Valle del Loira, no había salido de casa y me apetecía volar un poco.

 

Cuando me paré a pensarlo, cogí el teléfono y llamé a Inma, -hola, ¿sabes que me he inscrito en vuestro viaje?

     - Si, ya lo he visto, me contestó. Y Fede, ¿que ha dicho?, nada, le ha hecho mucha gracia

 

 

Al día siguiente empecé a meditarlo y lo primero que se me vino a la cabeza fue, ¡que pinto yo en Marruecos, sola, en un viaje donde no conozco a nadie! Lo cierto es que había estado en el país cinco veces, pero siempre arropada, jamás con la responsabilidad de hacer todo el recorrido sola, ni de controlar el road book, ni el GPS, y demás parafernalia.

 

Pero me seguía atrayendo tanto que empecé a organizarme. Los preparativos previos no fueron complicados, una llamadita a mi amigo Javier Gismero y todo solucionado, justo el domingo antes del viaje tenía en mi casa su fantástica nevera, una eslinga y sus grilletes, su GPS, su emisora de 27 con su antena. Como cosecha propia aporté un mini-botiquín, y una bolsa de viaje ropa cómoda, con la intención de acomodarlo en el fantástico  Hyundai Santa Fe, también cedido por un excelente amigo.

 

¡¡Glupp!!, ya tengo todo, así que no puedo dar marcha atrás. Ni que decir tiene que no se lo dije a casi nadie, porque el comentario de los que lo sabían era reiterativo: ¡que valor tienes!, ¡estás loca!, ¡va a ser una paliza!, ¡No te preocupes que si no vuelves vamos a buscarte!, y demás sinónimos de la palabra valor, impropios para una Web.

 

El lunes por la mañana llamé a un amigo para ver como se encontraba su hijo, que había estado malito, y el tema de conversación se centró en  mi viaje: ¡que valor!,…. ¡estás loca, te vas sola! Al terminar nuestra charla, recibí un SMS de mi amigo. “Marta me dice que le da mucha envidia, que se iría contigo encantada”. Que se venga, respondí.

 

Marta andaba inmersa en un interesante cambio laboral, así que aunque se moría de ganas de venir, no le dieron el visto bueno hasta el jueves, ¡un día antes de salir!

 

La travesía no podía ser más atractiva: recorrer Marruecos atravesando las difíciles montañas del Atlas para llegar al desierto. Era toda una oportunidad que no podía dejar pasar, y encima se apuntó Marta, así que ¡nos íbamos dos chicas a Marruecos!

 

       

 

Partíamos el viernes y el día anterior recorrí Carrefour como una centella: fiambre, queso, tortilla de patata precocinada, latas de atún, de aceitunas, patatas fritas, frutos secos, agua, coca colas Light, chocolates y muchas chuchearías, que en menos de 30 minutos estaban acoplados en el carro.

 

No faltaron los CD’s de música, el ordenador portátil y las cámaras de fotos. Apenas nos dio tiempo a preparar más, ni a valorar la situación, solo a dejar atadas las cosas en casa, y a rebuscar entre los papeles un mapa de Marruecos.

 

La sorpresa nos llegó con el retorno de nuestros amigos y conocidos, ¡que valor, os vais las dos solas a Marruecos!, era el comentario bien intencionado de los que nos apreciaban. ¡Que bien, cuidaros mucho, ser precavidas, cuidado con pinchar, ojo en la arena!, y mil y un consejos más.

Nuestra aventura comenzó en el puerto de Algeciras, donde llegamos a las tres, y como no habíamos quedado con el grupo hasta las cinco, nos fuimos al Corte Ingles a comprar un par de cosas que habíamos olvidado: cervezas, unas cajas de bombones y unos riquísimos mini-sándwiches.

 

Ya en el muelle nos presentamos al grupo que, para ser sinceras, creímos que nos observaban entre curiosos y sorprendidos. Algunos nos preguntaron si éramos de la organización, otros que con quién íbamos. ¿Venís en el Santa Fe, tiene reductora, está preparado, sois de Hyundai? Y ahí estábamos con nuestro reluciente Santa Fe con las llantas naranjas mientras se iban incorporando al grupo los preparadísimos vehículos de nuestros compañeros de viaje

 

Mientras contestábamos el “interrogatorio”, el  trasiego de coches, fardos, viajeros, equipajes y camiones abarrotaban el muelle y, de una forma más o menos ordenada, gestionaban el acceso al enorme barco, que, inesperadamente, desplegó su rampa para absorber el increíble alboroto portuario.

 

 

En menos de una hora de travesía se llegamos a Ceuta, y de ahí a la frontera. Alrededor de las verjas azules que separan ambos países existe todo un submundo. Mujeres que cargan sobre su espalda inmensos fardos, vendedores, jóvenes que pululan, viejos que observan el espectáculo, comercios de cambio de moneda, enormes embalajes colocados en las destartaladas aceras y la policía que va y viene de manera incesante. En este universo la clave es tener paciencia, paciencia y más paciencia. Así que mientras Marta fue a cambiar euros por dirhams, yo entregué nuestros pasaportes y después me dirigí a la ventanilla para cumplimentar el papel verde del coche.

 

Los trámites de entrada no son complicados, pero los policías jamás tienen prisa y aquí es donde aprendemos que, “en Marruecos, prisa mata hombre”.  Por ello, lo mejor es afrontar la gestión con serenidad, y mucha paciencia. Mientras una y otra hacía una gestión, ambas éramos observadas con gran curiosidad por los muchos que allí estaban pasando el rato, y que se ofrecían para ayudarme en los trámites. ¡Cuantos voluntarios!

Con el papel verde, el blanco, el pasaporte y algún documento más, nos dejaron pasar, tras los tres altos que nos dio la policía marroquí para volver a pedirnos el pasaporte, el papel verde, los del coche, documentos que miraban sonrientes, y que nos devolvían cordiales. Y por fin pisamos el Reino de Marruecos. Su impresionante y caótico tráfico rodado, donde en un desorden confuso circulan coches, furgonetas, burros, destartalados camiones, ciclistas kamikazes y viandantes despistados, hizo que agudizáramos los cinco sentidos.

 

La primera noche en el Ibis ya fue divertida, un prólogo de lo mucho que nos íbamos a reír durante el viaje. Después del Cheking subimos a la habitación y cuando abrimos la puerta, vimos que solo había una mini-cama de matrimonio. Baja y le dices a Inma que se han equivocado, que nosotras queremos dos camas. Mientras yo cuidaba las maletas y charlaba con casi todos los que pululaban por los pasillos.

 

Al rato subió Marta y me dijo: “Mira, yo no me muevo, así que me quedo en un ladito de la cama muy quieta. Nuestro caso no es el peor. ¿Has visto esos tres chicos que vienen juntos?, Si. Pues tienen una habitación como la nuestra y están abajo protestando, así que nosotras no estamos nada mal. La carcajada de ambas resonó en toda la galería. Y siguió en la cena, cuando veíamos a los tres ocupantes del coche, intentábamos calcular cuanto medían y pesaban y los imaginábamos en la habitación,  juntos. Dos en la mini-cama de matrimonio y el tercero, en la mini-camita de niños.

 

Tras el breafing del primer día, viajamos hacia el sur, para recorrer 6.000 kilómetros de un país que tiene 711.000 kilómetros cuadrados, bañados casi en su totalidad por el Atlántico.

 

Marruecos es una tierra de contrastes, que está a un paso de Europa, pero que tiene un inconfundible sabor africano. Combina las abruptas montañas del Gran Atlas, que se cubren por completo de nieve en invierno, con el árido desierto del Sahara  y las verdes costas. Está dividido de suroeste a noroeste por las montañas del Atlas, que llegan hasta Argelia. Con el Hyundai Santa Fe circulamos por la excelente autovía y después por carreteras en buen estado, hasta Meknes, para seguir hasta la pequeña y montañosa Azrou, y llegar a Kenifra, a los pies del Atlas, donde casi se puede tocar el cielo con las manos.

 

Atravesar el Atlas es toda una hazaña, es emocionante rodar por sus angostos puertos, donde el firme es tan estrecho que sólo cabe un coche. Y en invierno cuando la nieve lo cubre todo, resulta, aún si cabe, más impresionante. El recibimiento en el hotel fue algo apabullante, porque las bailarinas y los músicos nos hicieron bailar durante mucho rato bajo la divertida mirada de Fede.

Siempre  hacia el sur, hacia la ciudad de Imilchil en el alto Atlas, hay que pasar por el lago de Tislit, situado a más de 2.300 m de altitud, famoso porque en Septiembre se celebra la  Moussem, la fiesta de las bodas bereberes.

 

Los lugareños le llaman “el Lago de la Pena”, porque según cuentan, había unos novios locamente enamorados, pero sus familias les impidieron casarse, y de tanto sollozar formaron dos lagos. La novia, la que más lloró, creó el  Tislit, y el novio formó el lago Isli. En el lago de la Pena hay un pequeño albergue, donde la amable señora que lo regenta nos invitó a pasar y nos hicimos unas fotos con ella. En esa parada, Charly aprovechó para cargarnos la ruta en el GPS, y a partir de ahí, todo fue más fácil.

 

 

Imilchil es un minúsculo y arduo pueblo montañoso, desde donde se llega atravesando una ajustada  pista que en invierno casi siempre está impracticable, a las gargantas del Dades.

 

Y en esta ocasión estuvo insuperable, pese al empeño por alcanzar la cara sur. Según subíamos por la resbaladiza pista, la nieve era cada vez más abundante y se empezó a cuestionar si debíamos dar la vuelta. Marta, ¿Te imaginas que tuviéramos que dar la vuelta?, “ni de coña, no puede estar tan mal para no poder pasar”, respondió.

 

“Me muero si hay que dar la vuelta en este puerto”, concluí. Debía ir con mucha precaución para que el coche no resbalara hacia el barranco, iba  pegada posible a la derecha, hacia la montaña. El Hilux que marchaba primero, lo hacía muy despacio y el Santa Fé, tras él, todavía aún más, hasta que la nieve hizo intransitable, y tuvimos que recurrir a las planchas y palas que llevábamos para la arena.

 

A duras penas íbamos retirando la nieve para cerciorarnos de que en la pista no hubiera ningún agujero, después con las planchas, el Toyota avanzaba escasos centímetros. Cuando el sol comenzaba a ocultarse, y sólo habíamos avanzado unos metros, el panorama no podía ser más desalentador. Ya estábamos llegando a la cima para descender por su cara sur, y comprobamos que la bajada se encontraba totalmente helada, con enormes placas inclinadas hacia el barranco. Así que la única alternativa que nos quedaba era volver sobre nuestros pasos, marcha atrás, no había espacio para dar la vuelta. Una risa nerviosa nos invadió, “y tu decías que ni muerta dabas la vuelta”, comentó Marta.

 

Mi respuesta fue, “si quieres bájate mientras voy marcha atrás, de verdad que no me importa”, “de eso nada, vamos las dos”, me animó Marta.

 

Así que Jacobo, un guía sensacional, caminaba junto a la ventanilla para dirigirme, “un poquito a la derecha”, “un poquito más a la izquierda”, “para, para”, y así, una hora después, llegábamos a una explanada donde pudimos dar la vuelta. Creo que en la nieve nos ganamos el “respeto” de nuestros compañeros de viaje, o por lo menos de muchos de ellos, porque alguno no se atrevió a bajar marcha atrás, y tuvieron que sacarle el coche de allí. El comentario general era, “las chicas del Santa Fe lo han sacado solas”, y ¿Qué se creían?, pensamos nosotras.

 

La única posibilidad de alcanzar Boulmane era regresar por donde habíamos venido, así que  llegamos a media noche. Y las impresionantes Gargantas del Dades, las más bellas del país, tuvimos que verlas de noche. Estos desfiladeros se han ido formando por la erosión que la cuña del río ha ejercido durante siglos en la roca, y dibujan bellísimas formas. En tiempos no era un lugar muy seguro porque cuentan que aquí se ocultaban los bandidos, y además vivían manadas de leones que atemorizaban a la población.

 

Desde Boulmane tomamos la pista hacia el macizo  pre- sahariano del Saghro, unas tremendas montañas áridas y secas, sin duda la zona más pobre y olvidada del país, pero donde la gente es extraordinariamente hospitalaria. La ruta discurría por serpenteantes pistas de montaña muy rotas, donde era muy fácil pinchar. En el alto del puerto a más de 2.700 metros de altitud hicimos una parada para tomar té en un sorprendente y  pequeño bar familiar, desde donde hay unas vistas impresionantes de los valles glaciares. Como estábamos en el paraíso del mercadeo, mientras tomábamos el té, aprovechamos para regatear y adquirir unas dagas artesanas y unos collares para regalar.

 

 

Siguiendo la ruta atravesamos impresionantes jardines de piedras, valles, palmerales, kasbahs, y los oasis de Tisuit y de Handor. Tras el puerto llegamos a Zagora, la puerta de las dunas.

Zagora es la ciudad más grande de la región, situada en el valle del Draa, con un fondo montañoso espectacular, y a pocos

kilómetros de la frontera argelina. Aunque fue construida al pie de una vieja fortaleza almorávide, la ciudad es de la época colonial francesa. Está edificada en torno a dos calles principales flanqueadas por edificaciones rojizas, donde hay muchos tenderetes de comerciantes de origen bereber, árabe o mauritano. En Zagora merece la pena perderse en algún puesto, donde el mercader sacará una preciosa caja de hueso de camello con cientos de anillos de plata de bellísimos diseños. Los habitantes de la ciudad son muy acogedores y es muy corriente hacer amigos que te invitan a tomar un té en su casa.

 

 

 

 

 

 

En la época almorávide ya era un importante núcleo comercial de oro, sal y esclavos procedentes del África negra. La ciudad no tiene nada que ver con cualquier localidad del norte, aquí las mezquitas son austeras, las casas de barro a penas están decoradas, no hay grandes fuentes, ni grandes medinas, sólo la puerta del desierto, y todo el tiempo del mundo. En las puertas del hotel Palais Asmaa, se puede ver el famoso cartel que indica que Tomboctou está a 52 días en camello, reminiscencia de aquella época dorada comercial. A primera hora de la mañana, mientras andábamos en la rutina de organizar el interior del Santa Fe, varios jóvenes nos rodearon para vendernos llamativos coches de juguete hechos en madera de palmera. Después del regateo, como no, compramos dos, a una cuarta parte del precio que nos pedían y más unas camisetas. Una vez cerrado el negocio, todos querían hacerse fotos con nosotras, a lo que accedimos sin problema. A la sesión de fotos se incorporó unos de los mecánicos de Mohamed El Gordito, que la noche anterior nos había limpiado el coche y el filtro. Se debió correr la voz, porque casi todo el pueblo sabía que había dos chicas de travesía.

 

 

Al salir de Zagora, después de unos kilómetros por buena carretera, se cogimos una complicada pista para llegar a la lejana Villa de Tafraoute. La villa está compuesta por un grupo de pequeñas casas de adobe, pintadas de color rosa y tierra, que sobreviven a las duras condiciones climatológicas. Parece un pueblo de camuflaje, y algo de esto debe ser, porque en Tafraute hay muchos militares, y muchos, muchísimos niños, con los que de pronto, improvisamos un partido de fútbol con los chicos. Los niños reían con ganas con los regateos que hice con mis chanclas menorquinas, creo que pasaron un buen rato.


La arena y aridez del entorno nos indicaban que las dunas estaban cerca, solo teníamos que cruzar las grandes hammadas del Maider para llegar a Rissani. Al salir de Tafraute, las pistas de arena no son complicadas, y no es necesario bajar presiones.

 

Así que, con el GPS en mano y el libro de ruta, nos dirigimos con Sakira  y su “Ahí te quedas Madrid” de fondo al WP 31, donde estaba fijado un punto de reagrupamiento. Mientras algunos coches nos adelantaban porque nuestra amortiguación era un poco “complicada”, íbamos muy pendientes de la emisora, porque cada vez que cogíamos un pequeño bache, cambiaba de canal.

 

Disfrutando de la inmensidad del desierto pedregoso, nos dimos cuenta que de pronto, el GPS marcaba el WP 33. En ese momento frenamos en seco para comunicar por radio que nos habíamos pasado el reagrupamiento y decidir si dábamos la vuelta o esperábamos a los más rezagados. Por nuestro dial no respondía nadie, así que empezamos a cambiar de canal, y nada, no había respuesta. “Aquí coche 19, ¿hay alguien ahí? ¡Y no había nadie!

 

El móvil no tenía cobertura, así que estábamos allí en medio solas. Descartamos la idea de volver hacia atrás puesto que no teníamos las coordenadas en el GPS, y la mejor opción era esperar a que llegara la gente de nuestro grupo, seguro que alguien quedaba por detrás, pensamos, convencidas de que la mayoría ya harían superado el WP en el que nos encontrábamos.

 

Bajamos del coche, comprobamos que la antena seguía en su sitio y nos tomamos un refresco mientras insistíamos por el dial, “aquí coche 19, ¿nos copia alguien?”

 

Una hora después no sabíamos qué podía haber pasado, ni nos copiaba nadie, ni llegaba nadie, ni por allí había humanos. El sol iba cayendo y éramos conscientes que de noche podíamos tener complicaciones, así que decidimos seguir hacia el WP 36, fijado como reagrupamiento de radio pero antes dejamos una lata de Coca Cola Light como pista, ¡por si aparecía alguien!
Llegamos al WP36, y tampoco había nadie, y por la emisora nadie nos copiaba.

 

Extrañadas sin saber qué había podido pasar con el grupo, decidimos esperar de nuevo. Y nada, la soledad más absoluta y el sol seguía ocultándose. Teníamos que tomar una decisión, mirando el libro de ruta comprobamos que estábamos a 40 kilómetros, de los del desierto, del asfalto, así que antes de que se hiciera de noche, continuamos la ruta.

 

Ahora debíamos ser muy cuidadosas en la conducción, no podíamos pinchar, y si hasta entonces no lo habíamos hecho, no nos podía pasar ahora. Y lo más importante, no nos podíamos quedar atascadas en una duna. Concentradas en el GPS, en la pista, en el libro de ruta, en la emisora y sin perder el ánimo, seguimos, eso sí, preocupadas por si los componentes del grupo pensaban que nos habíamos perdido.

 

En ello estábamos, cuando en el WP 43, llegamos al asfalto. Muy despacito, con los dos móviles por fuera de la ventanilla, buscábamos impacientes que aparecieran las rayitas de cobertura en el móvil. “Para, para, que tengo cobertura”, gritó Marta alborozada.  Sobre la marcha, llamamos a nuestro responsable del grupo para decirle exactamente donde estábamos, y saber dónde se habían metido ellos. “Hemos tenido un problema con una rueda, y hemos tardado más de hora y media en solucionarlo, porque no podíamos sacarla. Nada, seguir hacia Erfoud, ir al hotel”.  

 

Antes de llegar a Erfoud, hay que pasar por Rissani. La ciudad es grande, viva y llena de bullicio, donde hay una gasolinera, un  banco, un impresionante mercado y muchas tiendas. La ciudad es una de las más importantes de la zona del Tafilalt, y en otro tiempo fue muy prospera por estar en una importante ruta comercial.

 

La comarca también es conocida porque allí los sultanes desterraban allí a sus parientes problemáticos. Muley Ismail, un activo constructor de palacios y amante de las mujeres, tenía la costumbre de proscribir allí a cualquier concubina o esposa que hubiese cumplido los 30 años. Rissani está rodeada por un magnífico palmeral, es muy atractiva por su sus interesantes monumentos, por su historia y por ser una Ciudad Santa. El trasiego de vendedores demuestra que en la antigüedad fue un importante punto de encuentro de las rutas de caravanas que comerciaban en Malí y Níger, con sal y esclavos. Hay muchos comercios, tiendas de comestibles, de telefonía y de informática a la marroquí. También hay bazares llenos de objetos curiosos, de fósiles, collares, lámparas, sortijas, colgantes, cajas de hueso de camello, antiguos instrumentos musicales y tapices, entre miles de bártulos muy interesantes. Esta ciudad, de unos 50.000 habitantes, es la ideal para conocer el modo de vida del Sur de país. Aparte de callejear por las estrechas calles de Rissani, o tomar el té mientras se regatea en un comercio, resulta muy interesante  visitar las ruinas de la ciudad de Sigilmassa, fundada el general romano Sigillum Massae.

 

     

 

Muy cerca se encuentra Erfoud, también llena de kasbahs milenarias, de tiendas, vendedores y buenos hoteles. En sus alrededores se encuentras las fantásticas canteras de fósiles marinos, únicas en el mundo. Así que como llegamos a Erfoud antes de lo previsto, decidimos dar un paseo y mirar bazares antes de llegar al hotel.

 

Aparcamos el Santa Fe en la calle principal, y en seguida nos rodearon niños y vendedores, a los que tuvimos que dejar claro que íbamos a comprar donde quisiéramos sin que nos molestasen. Creo que las dos chicas del Santa Fe fue lo más interesante que pasó en Erfoud aquella tarde. Y vaya si compramos, y hasta nos dio tiempo a darnos un masaje en el hamman.

Para llegar al magnífico Erg Chebbi, hay que pasar por Merzouga, a unos 50 kilómetros al sur de Erfoud. Antiguamente las casas del pueblo eran de adobe, pero hoy hay bastantes construidas en hormigón, también hay una escuela, una oficina de correos, un básico centro sanitario, muchas tiendas con fantásticos artículos bereberes, y como en todo Marruecos, un puesto castrense. Su enorme atractivo estriba en su maravilloso entorno, por un lado el Erg Chebbi, por otro, una amplia hammada llana, gris y polvorienta, y al fondo el Dayet Srji un lago salado, que sólo tiene agua los inviernos más húmedos, y es cuando a veces, se puede ver flamencos.

 

En el gran Erg Chebbi se encuentra la naturaleza en estado puro, donde hay que agudizar los cinco sentidos para sobrevivir. En África hay que ser observador y paciente, puesto que el propio ecosistema es el que impone sus códigos que hay que aprender a interpretar. Uno de ellos son los colores, que en las dunas señala su consistencia, y nos dicen por donde se puede pasar y por donde no,  para no hundirnos.

 

   

 

A pie de duna, comenzó nuestra primera clase, bajar la presión de las ruedas. Como nuestro coche no tenía reductora, empezamos a usar el secuencial. Primera, segunda, arriba, levantar el pie, mirar y dejar caer el coche, así una y otra vez, y con una profesora de lujo: Inma.

 

Atravesar dunas es como esquiar, una suave sensación de deslizarse por la arena, con el componente de la adrenalina a tope por ver cómo será la bajada.

 

Las dunas hay que subirlas de frente, y si el coche se queda, no hay problema, se pone la marcha atrás y se vuelve a tomar toda la carrerilla posible.  ¡Las chicas del Santa Fe las estaban pasando sin reductora y sin atascarse! Bueno, solo dos pequeñas atascadas. La primera porque enfilamos por una zona de arena muy batida, y la otra por esquivar un coche atascado. Y ambas han salido en todas las fotos. La segunda fue nada más salir del Oasis Yasmina, donde estuvimos con una familia muy pobre. Allí estaba Josué, un niño de 5 añitos que por su peso bien podía tener solo uno.

 

Tras dejar al pequeño Josué y su familia seguimos ruta. Marta iba conduciendo, Inma Navegando y yo, más feliz que una perdiz sentada detrás. Cuando íbamos a bajar una duna vimos a nuestros compañeros que nos muchas hacían señas y todas diferentes.

 

Tranquila Marta, baja levantando el pie y, cuando el coche se dirigía al interior de la hoya, allí estaba el Mitsubishi de Miguel atascado, “frena, frena”, Marta con excelentes reflejos frenó y el Santa Fé se quedó clavado en una pendiente de infarto. Cuando la esliga de Fernando sacó el Mitsu, lo intenté con el Santa Fe, pero la arena estaba tan batida que por unos metros no lo logré.

 

Según avanzaba el día, el color de las dunas cambiaba, del rojo, pasaba al naranja, para después convertirse en amarillo, y de ahí al marrón de la noche. Entre duna y duna escuchábamos música de Isamelo y la voz de Fede, ¿me copias?, “Erre que si Fede”, era la respuesta de Inma.

 

 

El desierto tiene mil caras y colores, nunca es igual. Yermo, inhóspito, pero siempre fascinante en su inmensidad de silencio y calma. Un paisaje que nunca deja indiferente a quien lo contempla, y que sin dudas da alas. Otra sorpresa agradable nos esperaba a pie de la acacia donde comimos. Allí estaba Hamid, un niño que conocimos en el viaje El Desierto de los Niños el pasado Marzo. Kalia, su madre, acababa de dar a luz a Wasila, su hermanita pequeña. Vivian en una pequeñísima casa de adobe, con una sola habitación que hacía la vez de dormitorio y cocina. A Marta se le iluminaron los ojos cuando vio a Hamid. ¡¡Irene, Irene!!  es Hamid y corrió a saludarle y a preguntarle por su familia. Marta llevaba ropa para la pequeña bebé que en Marzo vivía pegada a la espalda de su madre. Convencimos a Fede para saltarnos el paso de las dunas del Dakar e ir a su casa. Cuando llegamos Marta y yo nos emocionamos tanto que no dábamos pie con bola. Wuasila tenía ya nueve meses, era una preciosa bebé del desierto. Marta sacó toda la ropita y empezamos a probársela a la bebé, ¡le quedaba estupenda! Después tomamos el té bajo la khaima que tienen en el exterior mientras jugábamos con Wasila e intentábamos hablar con su madre. Ella, curtida por el desierto, disfrutó tanto como nosotras. Nos saco su henna y nos enseño a pintarnos los ojos. Marta y yo no dábamos crédito, estábamos allí con nuestra familia amiga.

 

   

 

No veíamos la hora de partir, pero esta llegó y muy emocionadas nos despedimos, no sin antes prometer que volveríamos en Marzo del año siguiente.

 

Antes de coger la carretera ya de noche, paramos a hinchar las ruedas. Como es habitual, se nos acercaron muchas madres y sus hijos, Una de ellas nos pidió que curáramos a su bebé, de apenas un añito. Suerte que el doctor Jacobo venía en nuestro grupo, aunque sin su material quirúrgico, que estaba en el coche de Luis. Pero con un poquito de aquí, y otro de allá, improvisamos una camilla en los asientos traseros del Santa Fé, donde pusimos una camisa nuestra y tumbamos al niño. Mientras Marta le sujetaba los bracitos, el doctor Jacobo le abría la herida que estaba totalmente purulenta, le limpiaba todo el pus para curarle. Marta, con lágrimas en los ojos susurraba suavemente al bebé para tranquilizarle, porque sus gritos se oían por todo el desierto. cuando Jacobo terminó, dijo “ya pueden vestir al paciente”. Esa frase quitó hierro al momento que para el niño y para Marta fue muy duro. Unos caramelos y unos mimos, terminaron de sanar la piernecita del niño.

 

La vuelta hacia el Xaluca, ya de noche, resultó muy agradable, y además, nos esperaba otro masaje en el hamman.

De vuelta hacia el norte visitamos Fez, importante centro religioso y cultural, porque tiene una de las universidades más antiguas del mundo. Perderse por su medieval medina es muy fácil, así que contratamos un guía, más interesado en llevarnos a un fumadero de opio, que a enseñarnos la ciudad. La medina es un entramado de callejuelas donde se encuentran mezquitas, medersas, baños públicos, y tiendas. Tiene tres zonas diferenciadas, Fès  el Bali, la de la medina, una de las ciudades medievales vivas más grandes del mundo sólo comparable a la de Marrakech, Damasco o El Cairo; Fès el-Jdid, fundada en el siglo  XIII,  y la Ville Nouvelle, construida por los franceses.

 

La mejor forma de orientarse es tomar como referencia las puertas de las murallas, y la más llamativa es Bab Boujeloud, esmaltada en azul  por un lado, en verde por el otro. Desde su arco se ve la mezquita de Sidi Lezzaz y la calle principal. Y por aquel laberinto nos llevó nuestro “guía”. En un momento dado nos dijo que iba ha hacer un recado, y que las chicas podíamos pasar a un baño turco, para ver cómo eran. Mientras los chicos esperaban fueran, nosotras entramos en el local donde las mujeres estaban desnudas y, ni que decir tiene, se formó un barullo fenomenal, del que salimos huyendo tan rápido como pudimos. Media hora después regresó nuestro guía para seguir metiéndonos en callejuelas tan estrechas que teníamos que pasarlas en fila india. Entre un increíble bullicio se encuentra carne fresca, caracoles, oro al peso, hierbas, afrodisíacos, lámparas, alfombras, y babuchas. Las calles están divididas por oficios. El de los caldereros, el de los comerciantes de especias, el de los carpinteros, el de los curtidores, y el de los caldereros con su inconfundible soniquete del martillo contra el metal, entre otros muchos.

 

En la medina se despiertan todos los sentidos, sobre todo el del olor y la vista en el barrio de los curtidores, que suministra la materia prima para la marroquinería que da fama a Marruecos. La curtiduría más importante es la de Al-Chauara, con un gran patio central rodeado de muchas fosas de ladrillo llenas tintes. En ellas se meten las pieles y un batallón de curtidores, con los tintes por las rodillas, las remojan y frotan. El proceso que actualmente se realiza no ha cambiado desde hace siete siglos: las pieles permanecen en cal durante diez días y luego las meten en las cubetas, donde se mezclan con tintes naturales, rojo amapola, naranja, henna, azul índigo, marrón dátil, amarillo azafrán. Ni que decir tiene, que tras arduos regateos, salimos con unos preciosos y originales bolsos azul índigo.

 

Recorrimos los puestos de especias: sacos de henna, azafrán, clavo, jengibre, cúrcuma, amapola, cayena, comino, curry,  mostaza y así hasta cientos  de semillas, flores aromáticas, o frutos secos. Aunque hoy  en día no sean importantes, en la antigüedad las especias eran tan valiosas como el oro. Compramos babuchas, cerámica, un antiguo azucarero bereber, y... muchas cosas más.

 

Casi al anochecer dejamos el hotel de Fez, nos esperaban más de 520 kilómetros para volver a Ceuta y embarcar hacia Algeciras. A los 100 kilómetros tuvimos que parar para apretar los tornillos de las llantas. Estaba aparcando en una gasolinera cuando sobre nuestro coche se abalanzó un Peugeout con cuatro ocupantes, a lo Matrix marroquí.

 

¡Menudo lío pensé! No me había bajado del coche cuando el conductor que me había atacado se dirigió hacia mí, con su tremenda cazadora negra de cuero, implorando a gritos a Alá. Yo, con las manos juntas empecé a poner cara de póker y repetir continuamente en mi chapucero francés, perdón, perdón, mientras le limpiaba el raspón con una toallita Dodot Mimo. Así estábamos cuando llegó Fede, que había visto cómo se habían abalanzado sobre nosotras, para recriminarle. Y fue peor el remedio que la enfermedad, porque aquel volvió a ponerse de nuevo como un energúmeno. Yo me veía en una cárcel marroquí mientras seguía limpiándole el arañazo a aquella chatarra de coche. Fede comprendió que mi estrategia era la más rentable, así que, dándole una palmadita en el hombro, también se disculpó, y todo arreglado.

 

Seguimos nuestro camino hasta la frontera, donde la policía, tanto la española como la marroquí, además de la guardia Civil, mostró mucho interés en nuestro viaje. Tras un largo rato de charla, Marta cortó por lo sano con la policía, “perdona, no nos podemos entretener más porque perdemos el barco”. “nada, que tengáis buen viaje”, nos despidieron.

 

En la travesía, que fue un poco movida, un compañero me preguntó, ¿y a ti te ha tocado el viaje en algún sitio?
“Si en el tambor del Colon”, pensé. “No, hemos querido hacerlo igual que tu”, respondí para su sorpresa.

 

Para nosotras, que hemos ido y vuelto sanas y salvas, ha sido una experiencia sensacional, ¡que vamos a repetir! Nos vemos en Diciembre.

 

Irene

 

 

Inicio Anécdotas Fotos Org. Álbum de fotos Fotos de wpts Acceso a participantes

 

 

 

 

Inicio Portada Rutas Escuela TT Fotos Contactar
Anterior El Circuito Eventos Enlaces Conpetición Desierto Ninos